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NO ES LA REJA, ES…

La exposición de Mara Bravo reflexiona sobre los artefactos urbanos de seguridad, comúnmente llamados rejas. Estas estructuras, concebidas para proteger y delimitar el espacio, se convierten en símbolos de una sensación de inseguridad latente. Sin embargo, lejos de ser una solución definitiva, estas barreras imponen nuevas formas de separación y control, transformándose en elementos que no solo restringen el movimiento, sino que también reflejan las tensiones sociales y urbanas de la ciudad, revelando su verdadera naturaleza: no como elementos de resguardo, sino como dispositivos de distancia y segregación.

Desde un enfoque performático, la artista se involucra en cada etapa del proceso de creación, en el que acciones como cortar, doblar, pegar y medir se repiten en una suerte de ritual meditativo. La repetición de estos gestos no solo da forma a las piezas, sino que también se convierte en un medio de exploración introspectiva, donde la disciplina del hacer manual se traduce en un acto de resistencia y catarsis.

Las obras resultantes, efímeras en su naturaleza, encapsulan la fragilidad de las barreras que intentan imponer orden en el caos urbano. En este sentido, la exposición no solo cuestiona la efectividad de las rejas como dispositivos de seguridad, sino que también evidencia cómo su construcción y deconstrucción pueden convertirse en un proceso de reflexión personal y colectiva.


Así, Mara Bravo transforma la materia y el espacio, revelando la paradoja de estas estructuras que, más que proteger, delimitan y condicionan la experiencia espacial poniendo sobre la mesa que aquello que creemos sólido y seguro puede ser, en realidad, frágil y transitorio.

CARTOGRAFIA DE UNA -O DE MUCHAS- GRIETAS

En la repetición de la repetidera, en el ir y venir constantemente a través de un mismo territorio, me encontraba un mediodía, increíblemente soleado —tan soleado que podía sentir el ardor en las plantas de mis pies a pesar de los tres centímetros de plataforma de mis botas Martens— caminando hacia la parada del bus. Como siempre, disociada, con la mirada fija en el suelo, admiraba las texturas y los colores brillantes de las baldosas y adoquines, notando las hojas y flores esparcidas sobre el concreto y las sombras de los árboles que se proyectaban violentamente sobre él. A pesar de mi obvia fijación sobre el suelo, ese día, un pequeño hueco me hizo tropezar. No era muy grande, apenas un desnivel, pero suficiente para casi hacerme caer. Sentí asombro y algo de fastidio. 

Con el tiempo, me di cuenta de que aquel hueco no era tan pequeño como parecía; el concreto tenía más fisuras y raspones, y la profundidad de la hendidura era más patente. Cada día crecía un poco más. Una noche, me encontraba dentro del carro, con mi mamá al volante yendo a nuestra casa después de haber hecho el mercado. Estábamos transitando por aquella oscura calle, ambas siendo miopes y astigmáticas provocó que, en un descuido, ella no haya podido esquivar el hueco, por lo que la llanta izquierda de la parte frontal del carro se reventó. En ese momento pude sentir cómo mi cuerpo se revolvía bruscamente, hasta que en algún punto logró quedar totalmente inmóvil; fue un instante, un segundo a lo mucho, que no dejó mayor daño que una llanta rota. Sin embargo, la sensación de mi cuerpo quedó marcada de manera viva en mi memoria. Desde entonces, cada vez que pasábamos por ese lugar, éramos extremadamente cuidadosas, conocíamos exactamente la ubicación del bache. Ante tantos accidentes causados, los vecinos comenzaron a poner llantas, palos, conos y otros objetos como advertencia y señal de cuidado. Un día, el hueco fue finalmente rellenado sin dejar ningún rastro de la herida.

Esa noche del incidente, mientras me cambiaba de ropa para finalmente terminar el día, observé el short que llevaba puesto. Por mucho tiempo había sido mi favorito, pero se había roto un poco en la parte de la pretina gracias a una fuerte restregada. Mi abuela, al verme triste por eso, cortó un trozo de tela de un viejo pantalón —no sin antes darme un sermón sobre el cuidado y el cómo lavar correctamente cada prenda según la tela— y lo cosió sobre el hueco de mi short. El parche aún era muy evidente, entonces, mi mamá buscó unos hilos viejos dentro de una gaveta de un baúl muy antiguo que, apenas abrió, pudimos sentir el olor a humedad y el polvo que de a poco se fue metiendo en mi nariz. Ella regresó con una loratadina y procedió a bordar una flor sobre el remiendo del short, era una margarita.

Con el tiempo, tanto el bache como el roto de mi short volvieron a abrirse. Esto me hizo visualizar automáticamente la conexión entre una imagen de una grieta y las fracturas intangibles de mi mente traducidas en experiencias dolorosas y sucesos que han marcado una huella, una que no se ve, pero se siente tanto o más que una piel maltratada. A su vez, pensé en los procesos de curación o reparación y en el hecho de que tanto grietas como heridas se abren y se cierran gradualmente, se agravan, se estabilizan, cicatrizan o sanan. 

Es en el suelo donde se asienta la vida, es sobre el cual se camina, se transita y se construye. Un suelo firme y fértil garantiza prosperidad. Sin embargo, ¿qué sucede cuando un suelo es constantemente violentado y como consecuencia se rompe? ¿cómo caminamos sobre ese suelo roto y hueco? Tratar de caminar sobre esas condiciones significa estar en continuo riesgo; desequilibrada, propensa a caídas y accidentes. La solución parece sencilla; puedo rodear el hueco, pasarle al lado, incluso saltar para intentar esquivarlo, en pocas palabras, evitar la herida. Pero ¿acaso no todxs merecemos un suelo seguro sobre el cual caminar? El daño ya está, y este ha permanecido ahí durante distintas generaciones, es por esto por lo que cada día que pasa se siente aún más profundo. 

Mi psicóloga, me ha acompañado en el proceso de reconocer, aceptar y validar mi dolor. Me ha enseñado que no se trata solo de tapar las grietas, sino de afrontarlas con coraje y aprender de ellas. A través de su guía, he descubierto que la sanación no siempre es inmediata ni perfecta, pero es un camino que requiere atención, empatía y paciencia. Así como el bache en el pavimento y el roto en la tela, mis propias cicatrices necesitan cuidado y tiempo para cerrarse. Sanar no es borrar lo roto, sino convertir cada herida en un acto de resistencia y fortaleza. De ser así, ¿cómo puedo curar, enmendar, o suturar, mis grietas, mis piezas rotas, mis dolencias? ¿cómo puedo evitar que mis cicatrices se abran de nuevo y se conviertan en tragedias? 

 

Ya veremos qué pasa.

QUE LAS TELAS ABRACEN MI FUEGO, Y EL GÉNERO OLVIDE MI NOMBRE

Un tránsito textil y performativo hacia lo inefable. Esta exposición fue una apuesta por el desborde. Un intento por soltar las costuras del género, por permitir que la tela no solo vista el cuerpo sino que lo escuche, lo abrace, lo transforme. Aquí, el fuego no destruye: calienta, purifica, y revela. A través de prácticas textiles, acción performática y creación sonora, “Que las telas abracen mi fuego y el género olvide mi nombre” propone un viaje íntimo hacia la reconstrucción de una identidad no fijada. Un cuerpo que no se nombra desde la norma, sino desde la intuición, el deseo y la memoria.


La exposición se convirtió en un espacio donde el arte textil no fue decorativo, sino vehículo de resistencia, de sanación, de afecto.

 

El proceso se construyó desde la vulnerabilidad y la escucha, bordado colectivamente con la presencia, los saberes y las emociones de quienes acompañaron: personas que tejieron, cosieron, grabaron, observaron, cuidaron, y habitaron el espacio como parte vital de la obra. La colectividad no fue solo una metodología, fue el sentido mismo de este tránsito. Cada tela contenía no solo hilos, sino historias compartidas. Este no es un cierre, sino una pausa en el fuego. 


Que lo que ardió aquí siga encendiendo otros cuerpos, otras preguntas, otros mundos posibles.

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